viernes, 11 de noviembre de 2011

Mesa #07. Miércoles 06/02/2002 22:56

─No sé, pero tengo la sensación de que el señor de la mesa de al lado está muerto.
─Qué cosas dices... Está durmiendo.
─No, fíjate bien en su tez, amarillenta tirando a pálida, esa nariz tan afilada. No la tenía cuando entramos en el café.
─Está durmiendo.
─No. Mira cómo le cuelga el cuello, los brazos; además, ese olor...
─¿Qué dices de olor?
─Sí, desde hace un rato que lo vengo notando. Huele a muerto.
─¡No digas estupideces! ¡Ese tipo está dormido y punto!
─Y, mira, tiene la boca entreabierta, como los ojos. Acércate, verás que esos ojos no tienen vida...
─No me voy a acercar, chica. Vamos a ver, si quieres que esté muerto, está muerto. ¿Estás contenta?
─¿Cómo voy a estar contenta compartiendo espacio con un muerto? ¿Estás loco?
─¿Y qué me dices de esa señora de allí?

─¿Qué señora?
─La de la mesa del fondo, junto a la columna. ¿Qué? ¿También está muerta? Porque está en una posición igual que la del tipo que te has emperrado en darlo por muerto.
 ─No, aquella mujer duerme. Se nota porque está acalorada y respira. Este hombre, sin embargo, no. No hay más que darse cuenta de ello.
─Claro, ¡como tú has visto tantos cadáveres!
─He visto unos cuantos.
─¿Ah, sí? ¿Dónde?
─En el pueblo, donde vivía. He visto el de mi abuela Francisca que murió de tétanos; el de mi tío Policiano, que se cayó en una zanja tras un ataque de epilepsia y se abrió la cabeza; el de mi primo Eusebio, que le pegaron un tiro a bocajarro en una partida de caza y el de mi tío segundo Romualdo, que lo atropelló un tractor cuando cruzaba la carretera.
─Anda que atropellarle un tractor con lo lentos que van...
─No te burles, el hombre estaba medio ciego y apenas podía caminar. Además la culpa fue del conductor, que iba bebido, se le desbocó la máquina y no la pudo controlar.
─Oye, tu muerto se ha movido.
─¿Qué dices! Yo lo veo igual.
─Pues ha movido un brazo.
─Serán los espasmos post mortem. Elenita, una niña del pueblo que se murió en la poza, ahogada,  había momentos que en el féretro movía hasta la boca; a su madre le parecía que le decía cosas. Bueno, entre espasmo y espasmo también soltaba algún que otro eructo, pobrecita, cómo nos reíamos de ella en el sepelio; y es que había tragado mucha agua de ésa que estaba sucia, verdosa, porque había llovido barro el día anterior a su fallecimiento. Mi madre decía que si no hubiera muerto ahogada habría acabado con ella el tifus. A la madre de Elenita le costó asumir que su hija estaba muerta. Ella decía todo el rato que no, que su hija le hablaba. ¡Tendrías que ver cómo se agarraba al ataúd! Un drama. Dos años después se murió la pobre. De un cáncer en los huesos. Tenía todo el cuerpo sembrado. Oye, ¿tú llegaste a conocer al Saturnino?

─No, me fui del pueblo muy pronto.
─Pues éste también se movía. Le daban unos espasmos muy fuertes en los brazos y las piernas. Parecía un soldado marchando en horizontal. Muy extraño. Además, fíjate tú, toda la vida había sido un pacifista. Mi abuela decía que el Satur era un hombre melancólico. Nunca supe muy bien a qué se refería. Eso sí, si le llegan a decir lo de los espasmos militares se nos vuelve a morir del susto.
─Me estoy fijando en nuestro amigo.
─¿Qué amigo?
─¡Quién va a ser! El de la mesa de al lado, el supuesto muerto. A mí me da que respira.
─Pues yo no veo que mueva el pecho.
─Será porque va abrigado y no se le nota.
─En el pueblo de mi padre había un pastor, el Luciano se llamaba, que tenía ataques de muerte.
─¿Ataques de muerte?
─Sí, que se moría y se volvía a despertar. ¡Daba cada canguelo!
─¡Eso es una enfermedad de la cabeza y se llama catalepsia!
─Lo que tú digas. Una vez lo enterraron. Dos semanas más tarde apareció caminando por la montaña, completamente en pelotas y cagándose en los muertos de todo dios: se le habían congelado los pies y había perdido tres dedos por el camino. Los cazadores que se lo encontraron casi se mueren al verlo. Mi padre me contaba que ya se había muerto como siete veces... En todas ellas se había despertado antes del sepelio menos en esa ocasión. Desde entonces, su mujer, cuando le daba el pajarito, lo velaba noche y día esperando a que se despertase.
─¿Aún vive?

─¿Quién, la mujer?
─No, idiota, él.
─No al final se acabó muriendo. Por fin. Pero no veas la que lió. Verás, el cura del pueblo dejó que lo enterrasen a la vista, junto con las momias de las monjas; de esta forma podría comprobar personalmente y a diario si el muerto estaba en falso. Un día se tuvo que ir a casa de un familiar que estaba enfermo; cuando volvió, tres semanas más tarde, vio como al Luciano se le salían todos los gusanos del cuerpo. También había moscas y otros bichos por todos lados y apestaba... Lo mando meter bajo tierra 
de inmediato. La mujer del Luciano no se creía al cura, estaba emperrada en que su marido estaba aún vivo y se despertaría, así que se pasaba noche y día en el cementerio esperando a que su marido saliese de la tumba.
─¡Qué macabro!
─Ya, son rarezas de la gente del pueblo pero hay que respetarlas. ¡Como si tú no tuvieses las tuyas!
─Oye, ¿quieres que me levante para comprobar si está muerto de verdad?
─No sé, ¿y si no lo está?
─¿No eras tú la que estaba tan segura?
─Sí, claro, bueno... pero... ¿y si no lo está? ¿Te imaginas? ¡Menudo susto!

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